—Querida Kamala —manifestó Siddharta, al tiempo que se incorporaba—, cuando entré en tu parque, di el primer paso. Me había propuesto aprender el amor de la más bella de las mujeres. Y desde el momento en que me lo propuse, también sabía que lo lograría. Sabía que tú me ibas a ayudar; lo supe desde tu primera mirada, a la entrada del bosque.
—¿Y si yo no hubiese querido?
—Pero has querido. Mira, Kamala: si echas una piedra al agua, esta se precipita hasta el fondo por el camino más rápido. Lo mismo ocurre cuando Siddharta tiene un fin, cuando se propone algo. Siddharta no hace nada, solo espera, piensa, ayuna, sin hacer nada, sin moverse: se deja llevar, se deja caer. Su meta lo atrae, pues él no permite que entre en su alma nada que pueda contrariar su objetivo. Eso es lo que Siddharta ha aprendido de los samanas. Es lo que los necios llaman magia y creen que es obra de demonios. Nada es obra de los malos espíritus, éstos no existen. Cualquiera puede ejercer la magia si sabe pensar, esperar, ayunar.
Siddharta, Herman Hesse