lunes, 26 de enero de 2009

Dudu, corazón de acero (II)




Dudu, pasando cuatro kilos, empujó su silla de ruedas hasta el servicio de caballeros. Pero una vez dentro, no oyó la puerta cerrarse tras de sí. Al volverse, vio a uno de los pijos colarse en aquel habitáculo lleno de meados y papel higiénico mojado en el suelo.

–Eh, ¿qué pasa? ¿No ves que está ocupado? –exclamó Dudu.

El pijo sacó su móvil, pulsó un par de botones y lo colocó cuidadosamente en el suelo apoyándolo en la pared con la inclinación adecuada para grabar a Dudu. El muy hijo de puta llevaba la careta de un cerdo. Era un cerdo de Lacoste. Y el cerdo llevaba un cuchillo de los que cortan.

–Ahora me la vas a chupar y voy a acabar en tu culo. ¿Qué te parece, tullido? Porque si no, te voy a rajar el pescuezo.

Dudu. A su madre le parecía un diminutivo precioso, aunque su padre siempre lo llamaba por su nombre, Eduardo, porque le inspiraba nobleza y carácter. Su Eduardo. Dos sucesos marcaron su vida para siempre: uno, el accidente de moto; el otro, la operación. Ya ves, un defecto congénito en el corazón que le obligó a llevar marcapasos desde los quince. Estos chismes los hacen de acero, y él siempre bromeaba diciendo que llevaba el metal en el corazón. Dudu se sentía afortunado, tenía buenos amigos con los que ir a los “festis”, hablar de música y películas, de chicas imposibles… aunque hoy habían tardado más de la cuenta en llegar.

¿Y por qué justo a él?, se preguntaban familia y amigos con la mirada, silenciosos todos en un pasillo de hospital. Consuela pensar que hay un porqué para todo, que hay una especie de karma o justicia universal. Como si lo aleatorio, el azar y las cosas porque sí fueran el tabú más grande incluso para unas mentes evolucionadas y empíricas. Y dios no es empírico, hostia, le decía el Panterilla a Dudu en una de aquellas charlas en el mismo bar en que le rompieron el culo a su amigo. Pero en realidad, ni él, con sus pintas de cuero, tenía los suficientes cojones para aceptar las cosas como son.

David se llamaba. Dudu lo supo por la policía. El hijo de puta se llamaba David, como David Bustamante.


Música: Nine Inch Nails - Closer

miércoles, 14 de enero de 2009

Dudu, corazón de acero (I)


A Dudu no le gusta Operación triunfo y lleva una camiseta de Sepultura con un dibujo to guapo de un demonio con alas ahí y tres tías crucificadas. Dudu es un tío especial. Echado en la cama, escucha en sus auriculares el disco negro de Metallica que le ha grabado su hermano y se pregunta si este año que entra perderá la virginidad. ¡Esto sí que mola! ¡No el Load, que es una mariconada!...

Pero tiene que ser con una tía que mole, no de esas que pierden el culo por el Bustamante.

Si le hubiera tirado a la Sandra en su momento… Era la chica perfecta, una diosa, una valquiria del Valhalla. Pero ahora se ha echado un novio gafapasta de esos con jersey de rombos, con su moleskine y todo. La Sandra ya se ha echado a perder, escucha otra música, sale con otra gente. Solo Dudu y unos pocos seguían fieles a lo que eran. A ver, a ver… ¿dónde coño estaba eso?...

Dudu sacó una carpeta cuidadosamente forrada y cubierta de recortes de todos sus grupos: el tío de Manowar pisando banderas, una calabaza de Helloween, Kai Hansen levantando un puño con su guitarra colgada, los de Rhapsody sentados cada uno en un trono… La abrío con sumo cuidado, como si entre sus manos sostuviera un grimorio del siglo XVIII con alguna página suelta, y de ella sacó una hoja de libreta arrancada, aunque cuidadosamente doblada. No tendría moleskine, pero ¡qué cojones, él también era escritor! y esto lo escribió pensando en ella:

Sandy, Sandy, Ángel eterno,
oh, de luz pintas mis tinieblas,
mis fantasmas, kriaturas del Averno.

En el Valle de los Caídos,
miles de almas lloran.
Entre negros aullidos,
a tu nombre imploran.
Oh, Sandy, Sandy.

Aquella noche, decidió ahogar sus penas en calimocho, en el bar de siempre, el único en el que ponían música de verdad, de la buena, y encima dejaban fumar. Sus colegas de siempre aún no habían llegado y reparó en que había gente rara. No, no eran los típicos posers ni jevis pastel; se trataba de un grupo de pijos repeinados que no paraban de reír allí en el fondo del bar. Habrán venido a ver si les ponen a los Mago de Oz, pensó entre risas. Como si estos hubieran adivinado sus pensamientos, pararon de reírse y lo miraron de soslayo.

lunes, 12 de enero de 2009

Los globos van al cielo

Son las nueve y cuarto de la mañana y el tiempo corre leeeeeento… Entre cada tic y cada tac vienen a mi mente miles de cosas qué hacer durante el laaaaaargo día que tengo por delante, pero ninguna más importante que degustar esta taza de café. Las pantuflas me hacen sonreír. He descubierto que la lentitud de las agujas del reloj se debe a mis pantuflas, que no necesito un DeLorian para jugar con el tiempo, y mientras siga con ellas puestas no tengo nada que temer. Y es que las prefiero a mis nuevas Converse negras de sesenta euros en las rebajas (¿rebajas?), porque en mis pantuflas sale Homer Simpson y porque pueden parar el tiempo, como Hiro. Las otras diría que representan un preparados, listos ya del que ahora mismo no me apetece hablar porque se me jode el café.

¿Por qué siempre asociamos conceptos intangibles con cosas simples y cotidianas? Para entender mejor, supongo; pero luego, cuando simplificas demasiado nadie te entiende. Y aquí viene como anillo al dedo lo que decía, creo que Morrison: “Todo arde si le aplicas du-du-du-baum-baum-baum-baum la chispa adecuada”. Y de repente ves todo el tao y la filosofía oriental resumidos en la frase de un puto hippy. ¿Ya está? Cosas como esta me hacen pensar que debería haber estudiado formación profesional en vez de una carrera. En el fondo, es un placer sumergirse en lo simple e ir explorando cada pequeña bifurcación en pantuflas, como debe ser. Dame la llave y yo ya iré abriendo las puertas. Lo demás no me interesa; cada cosa en su momento.

Todo funciona, hasta que sucede lo de siempre: los segundos se me antojan espermatozoides retenidos que luego escapan con más fuerza; soy un globo a punto de explotar con el nudo a punto de deshacerse. Entonces, mientras abro la ventana, pienso en Morrison y su chispa adecuada, y en que nunca le hago caso. Y estoy, pero ya no estoy.

Desinflándome sin control, salgo por la ventana con brazos y piernas de confeti, directo a la carretera, me meto bajo el Seat Ibiza rojo del chunda-chunda y salgo entre las ruedas traseras disparado hacia arriba como una ce trazada desde abajo que al final de su trazo bordea con absoluta perfección el contorno de una nube de algodón donde los sueños, sueños son. Chin pon.